domingo, 10 de septiembre de 2017

Experto en Lunas II, (Cuento)




II

 

Bastó una sola frase, durante una noche en que no había pronunciado ninguna, para activar una intimidad escondida durante casi cincuenta años. El abrazo fue más que eterno e íntimo; no faltaron frotadas de hombro, besos de cachete, lágrimas, palabras entrecortadas e infinidad de pensamientos en ambas testas, que seguramente se encontraban y correlacionaban en el éter.

Caminaron hacia el féretro en el centro de la sala para abrir la escotilla, observar la blanca palidez de la cadavérica cara y comprobar qué, efectivamente, sobre las amplias solapas del traje de casimir azul marino a rallas (mi borsalino, le llamaba él y fue el primero que le conoció en su primera venida del exterior), en la mano derecha que reposaba sobre la otra, resaltaba la tercera parte del dedo medio.

Sorprendido al verlo ahora con un anillo, levantó la cabeza y miró interrogante a su madre, justamente frente a ellos, y le pareció notar en sus ojos hundidos una mirada brillante y en su boca desdentada, ya no el tic nervioso que movía permanentemente sus labios, sino una sonrisa de picardía, como hacía un par de años no veía en ella. “Debió suceder en la vestida, mientras andaba arreglando los papeles” -pensó.

 Ella, presurosa, se dispuso a retomar su posición junto a la anciana. El se dirigió al conmutador y lo apagó, se sentó con un poco de dolor en la cintura - que le comenzó a afectar con cierta frecuencia cuando cumplió los sesenta- en la silla más próxima a la ventana desde donde tenía una visión perfecta de la enternecedora escena de dos mujeres cuchichiándose al oído quién sabe que cosas, iluminadas por la luz de luna llena.

 Los recuerdos le inundaban el hipocampo pero uno en particular logró fijarse. Era el de cuando teniendo diez años preguntó a su madre dónde estaba su padre a quien ya casi no recordaba. Que si había muerto en la guerra en la que se enlistó como soldado (era Vietnam). “No hijo” - le dijo”. - Y continuó: “Tu padre está muy bien por allá, y nos manda suficiente dinero para que vivamos cómodos y tú puedas asistir a un buen colegio y vestirte como mi príncipe que eres”. Dicho esto, se encaminó a la habitación que antiguamente se usaba como estudio/vestidor de su padre y donde ahora funcionaba el incinerador de la funeraria, abrió una de las puertas de uno de los seis nocheros de doble luna que había en casa y de una de las bolsas del saco negro de “velvet” de uno de los tantos trajes completos de su padre, extrajo una de varias cartas que leyó pero no logro entender mucho. Se la entregó diciéndole: - “Guárdala y aplícate en lectura, así cuando venga tu padre a pasar la navidad – ¡porque va a venir! - con nosotros, ya la habrás leído y comprendido”. El niño la tomó y la regresó al mismo lugar diciéndole: - “Aquí estará bien, mamita linda, ya la leeré despacio”.

Estirando las piernas con parsimonia, extrajo la famosa carta, ya amarillenta, de la bolsa del saco negro de su padre – “el enterrador” le llamaba el finado, cada vez que lo usaba; él no, era la primera vez que se lo ponía -, y sintiendo que el sueño lo invadía empezó su lectura, por enésima vez a lo largo de su existencia: …

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